José Luis recuerda cómo, desde chico, en su casa siempre se cocinó muy sabroso. Nos cuenta cómo su madre era muy creativa, siempre sorprendía a toda la familia con recetas innovadoras y preparadas con el corazón, con mucho amor. Desde muy pequeño tenía bien claro que sus dos grandes pasiones eran la arquitectura y la gastronomía, y la vida le otorgó el privilegio de poder ejercer ambas. Se convirtió en un amante de la gastronomía, especialmente del desayuno. Comenta que recuerda la alegría que sentía frente a un plato de pancakes con tocino y sus guarniciones, así que se dio a la tarea de aprender a prepararlos. Lo mismo sucedió con las crepas y un universo de recetas que fueron cayendo en sus manos, junto con el gran deseo de prepararlas. ¡Nada lo detenía!

En su época de juventud, incrementó de manera exponencial su pasión por la gastronomía, acompañada por su otra pasión: la arquitectura. Ambas comenzaban a darle un propósito muy definido en el trayecto de su vida. Antes de casarse, dedicó la mayor parte de su tiempo a su profesión, pero jamás hizo a un lado su pasión por la cocina. Fue entonces cuando empezó a dejar salir sus capacidades culinarias, y su familia y amigos comenzaron a notarlo y reconocerlo. Cocinó mucho para ellos. La gastronomía entró, tomada de la mano, a su vida de casado. Primero jugó un papel muy importante en su relación con su esposa, y después con sus hijos. Se convirtió en una celebración diaria: les transmitieron el sentimiento de celebrar la vida, la unión y el amor familiar, reunidos en una mesa o, incluso, en la cocina, participando todos.

Siempre tuvo la inquietud de tener un restaurante, y continuamente sus amigos lo abordaban con la famosa frase: “¿Por qué no abres un restaurante? ¡Deberías!”. Su respuesta recurrente era: “¡Yo soy arquitecto! Me apasiona cocinar, pero no es lo mismo cocinar para diez amigos que para 250 personas... ¡diario! Es una responsabilidad inmensa, y no sé si tenga la capacidad y la experiencia suficiente para saber manejarlo”. Pero el destino lo tomó de la mano y conoció a un magnífico chef y gran ser humano. Se entendieron, planearon y le dieron vida a Brássica, el restaurante que tanto soñó. Lo que siguió es otra linda historia.

El nombre de Brássica lo guardó por muchos años, con mucha ilusión de bautizar con él al restaurante que tanto soñó. La primera vez que leyó ese nombre, le llamó profundamente la atención: lo encontró en un maravilloso cómic llamado Astérix y Obélix en Bélgica, y desde entonces se quedó registrado en él. Recuerda que siempre se dijo: “Brássica es un nombre al cual le voy a dar un destino muy entrañable”.